Más allá de las advertencias de los expertos, en el segmento de la población que tiene entre 30 y 50 años se percibe algo común: todos sufren de algún modo por este tiempo incierto. Historias en primera persona.
“La angustia tiene mucho que ver con la incertidumbre y con no poder planificar el futuro. Eso es muy angustiante para el individuo”. María Teresa Calabrese es médica psicoanalista y endocrinóloga. Pone en palabras una de las emociones y sensaciones que miles de argentinas y argentinos atraviesan en plena pandemia y, según el punto geográfico del país que se habite, el aislamiento obligatorio.
Cuando la cuarentena llevaba setenta días en el AMBA, el Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la UBA reveló un informe que determinaba que, justamente, “incertidumbre” era la palabra más usada por los habitantes de la región metropolitana para describir su estado de ánimo. A los cien días de ese aislamiento determinado por el Estado, habían crecido emociones negativas “más profundas y graves”, según definió el observatorio: la angustia, la tristeza y la depresión se habían desplegado entre la población.
A principios de agosto se revelaron los resultados de un estudio encabezado por Ineco: 8 de cada 10 jóvenes argentinos presentaban algún síntoma de depresión, algo que durante la primera semana del aislamiento alcanzaba al 33% de esta población. A la vez, el 55% de la población presentaba algún síntoma vinculado a la ansiedad.
“Mi estado de ánimo estuvo y está en un sube y baja. Tuve angustia, estuve tranquila, tuve miedo, incertidumbre, volví a estar tranquila, me volví a angustiar”, dice Mariana, que tiene 31 años y vive en Villa Urquiza. “Lo más angustiante es no saber cuándo se termina todo esto. Me pregunto cuándo volveremos a la normalidad, si volveremos a la normalidad, y sobre todo me angustia pensar en cómo afecta esto a mis tres hijos, cada uno en su medida distinta, porque uno es adolescente, el otro es un niño y el otro es recién nacido. Me preocupa mucho cómo les va a afectar esto a largo plazo. Sobre todo al del medio porque todavía le cuesta poner en palabras lo que siente. El más grande también me preocupa, pero podemos hablar más y eso es tranquilizador”, define Mariana, que es terapista ocupacional pero que ahora mismo transita su licencia por maternidad.
“Lloro bastante y hablo sobre esta angustia con mi marido y con amigas, sobre todo con amigas madres. Veo qué se les ocurre, qué piensan, cómo están. Sería importante que sean más claras las etapas y fases con fechas, saber qué pasará con la vuelta a clases. Trato de ser una persona positiva, así que parto de lo que me angustia y me preocupa para ocuparme. Me encargo principalmente de los chicos, que mantengan su sociabilización, y trato de no pensar demasiado porque en cuanto lo pienso me trabo y me tiro en la cama o me genera malhumor que se combina con el malhumor de otros en la casa y eso genera desorganización, como un caos”, define Mariana.
“Lloro bastante y hablo sobre esta angustia con mi marido y con amigas. Veo qué se les ocurre, qué piensan, cómo están. Sería importante que fueron más claras las etapas y las fases con fechas”
Mariana, 31 años, Villa Urquiza
Esteban tiene 42 años, es empleado bancario y vive en Lanús con su esposa y sus dos hijos: uno tiene 5 años, el otro cumplió uno en cuarentena. Su esposa trabaja 14 días en el banco y otros 14 en casa. Él hace home-office todos los días. “Definiría mi estado de ánimo como ‘apagado o abrumado’. En un principio no sé si llegó al miedo pero sí hubo mucha precaución. El pediatra de nuestro nene chiquito nos había dicho que cuando empezara a llegar acá el virus todos íbamos a tener que hacer un aislamiento, una cuarentena para que no se propague. Veníamos preparados mentalmente para hacerlo. Pero al ser tan extenso hay cosas que en el día a día me fueron pesando demasiado. No poder hacer las cosas normales, juntarse, extrañar ir a la oficina, no poder hacer algún deporte. No es lo mismo hacer un home office una o dos veces por semana con los nenes en el jardín que con los nenes acá, gritando. Esa es la definición de estar abrumado”, describe.
“Definiría mi estado de ánimo como ‘apagado o abrumado’. Al hacerse tan extenso, hay cosas que en el día a día me fueron pesando demasiado”
Esteban, 41 años, Lanús
Siente algo parecido a lo que le pasa a Mariana: “Lo que más angustia es en relación con los nenes. Angustia que los abuelos se pierdan un montón de momentos. Verlos a ellos sufrir esa falta. Eso se hace pesado. Angustia también ver que el más grande cuando se pudo empezar a salir, quizás por meterle demasiado en la cabeza el tema del virus, de lavarse las manos, nos dijo que no quería ir a la calle. Con el paso del tiempo lo pudimos empezar a tratar de cambiar. Pero me genera angustia no saber qué rasgos les va a dejar en la personalidad o en su vida haber pasado por esta cuarentena a esta edad”, destaca.
“Trato de llevarlo lo mejor posible en familia. Hacemos las tareas de la casa que estaban pendientes, algún arreglo, cosas que uno puede hacer para sentirse un poco útil. Creo que no estamos preparados como familia o como pareja a estar las 24 horas del día, con los hijos y todo. Es realmente difícil, se hace pesado. Pero a la vez enfoco en el lado positivo y pienso que no me perdí los primeros pasos del más chiquito, no me perdí cuando se le cayó el primer diente al más grande. Eso me saca un poco de la angustia y de sentirme abrumado. Cuando coinciden reuniones mías, de mi mujer y clases del nene, por ahí explota un poco esa angustia, esa pesadez, esa sensación de caos. Ahí intento cortar, tomar un poco de sol, de aire, dar una vuelta manzana. Que no llegue a un agotamiento extremo para no reaccionar. Porque tal vez viene un grito de más, un reto de más a los nenes, y cuando te enfriás te das cuenta de que estás sobrepasado”, suma Esteban.
“La angustia es producto de una alarma ante un peligro que amenaza al yo. Durante la cuarentena fue modificándose: en un principio fue ante una enfermedad desconocida que, de acuerdo a relatos europeos sobre la pandemia, implicaba una mortandad enorme. Después se fue viendo que no era tan mortal, que los médicos aprendían a identificar y tratar el virus, y la angustia fue mutando: surgió preocupación por los seres queridos que no se veían, por la economía, por la tensión en la convivencia en espacios cerrados”, describe el psiquiatra Harry Campos Cervera, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
“La política del Gobierno siempre se centró en algo paternalista y verticalista, con prohibiciones y poco énfasis en la responsabilidad individual frente al cuidado. En la medida que me cuida el Estado, me cuido menos yo. Eso se instaló en algunas personas. Pero la salud es un estado de bienestar bio-psico-social y económico, y la política del Estado se centró sólo en lo biológico. Recién ahora incorporaron algunos psicólogos y un psiquiatra, pero no se tuvo en cuenta el aspecto mental de la ciudadanía”, enfatiza Campos Cervera, y agrega: “Va a quedar como huella la idea de como planeta tenemos una vulnerabilidad que no habíamos vivido en los últimos cien años. Y la angustia de pensar cuándo va a ser la próxima epidemia y si vamos a estar preparados”.
“Mi estado de ánimo varía según los días que tengo que ir a trabajar y los que no. La noche anterior a tener que ir me cuesta dormirme y me levanto muchas veces. Tiene que ver con ir en colectivo: antes se tomaban distanciamiento y había menos gente en la calle. Ahora la gente va más pegada, se respeta mucho menos”, cuenta Laura, que tiene 31 años, vive en Olivos, y trabaja en el área de atención al público de una clínica privada.
“Hay gente que se saca el barbijo delante tuyo y eso me pone muy nerviosa, me hace sentir muy expuesta. En un momento venía un psicólogo a hablarnos para ver cómo podían ayudarnos, para modificar cosas y que eso nos hiciera bien, pero ahora no se está haciendo. Eso estaba bueno”, sostiene. Para contrarrestar esa angustia intenta caminar una hora por día: “Para despejar la cabeza y no pensar en lo difícil que es no poder ver a mi familia”, explica.
“Mi estado de ánimo varía según los días que tengo que ir a trabajar y los que no. La noche anterior me cuesta dormirme. Tiene que ver con ir en colectivo: antes había distanciamiento, ahora la gente va más pegada, se respeta menos”
Laura, 31 años, Olivos
“Los primeros dos meses estuve bien, los segundos dos estuve mal, en este momento estoy mejor. Los dos meses malos fueron de una inestabilidad emocional muy fuerte, llorando prácticamente todos los días, con esa angustia que te gana, incontrolable, que no podés clarificar por qué te está invadiendo. En mi caso se manifiesta como llanto y bloqueo y sensación de agobio. Todo es oscuro y no tiene solución. Ahora lloro menos, pero veo cómo otros van volviendo a actividades de su vida que eran habituales, por ejemplo controles médicos, o que se compran ropa, o hacen deporte, y no lo puedo incorporar. Sé que me hace falta pero no lo veo viable. Me gana un bloqueo”, cuenta Malena. Tiene 36 años, vive en Barracas y es diseñadora gráfica.
“Sigo pensando que soy una privilegiada, tengo salud, tengo juventud, mi familia está bien. Tengo familiares y amigos cercanos que tuvieron coronavirus pero lo transitaron bien, y todos seguimos teniendo techo, comida, a pesar de que todos tenemos problemas salariales. Estamos surfeando la crisis. Y durante los primeros meses lo pude vivir así, enfocarme en eso”, describe Malena. “Soy muy atada a las normas, me cuesta mucho acomodarme a los horarios en los que está permitida la actividad física, y me angustia mucho pensar en cómo voy a recuperar hábitos, costumbres, circuitos. También hay muchas preguntas respecto de los vínculos y cómo esta situación pone sobre el tapete a quién extrañás, a quién no, la importancia del abrazo, el contacto cara a cara, tocarnos”, destaca.
“Siento una demanda permanente de productividad. La vida no aislada te permitía evadirte en un viaje en colectivo, una salida con amigas, una visita a un familiar. Eso nos obligaba a cortar la productividad, y eso ahora no está y hoy la productividad es todo lo que sucede en el día. La rutina pasa por levantarte, desayunar, trabajar, trabajar, trabajar, ver qué se almuerza, trabajar, trabajar, trabajar, ver qué se cena, trabajar, y aún así, no se alcanzan los objetivos que se demandan”, reflexiona la diseñadora gráfica.
“Es claro que los humanos somos seres sociales y todas las medidas necesarias para defendernos del contagio han hecho que tengamos que renunciar a la socialización. Aislarse de por sí es angustiante. En tiempos de redes sociales y aplicaciones hay que tratar de continuar con la socialización aunque sea a distancia. No es lo mismo pero es mejor que nada: ayuda muchísimo”, destaca Calabrese.
Para la especialista, la pandemia y la cuarentena pusieron en estado de pregunta cómo está resuelta la sensación de desamparo para cada persona. “Los humanos nacemos con la necesidad de un otro asistente, si no lo tenemos no sobrevivimos, nos morimos. Eso nos deja una marca de indefensión que esta pandemia reavivó. Esta es una nueva situación que toca esas huellas infantiles de desesperación ante el desamparo. Por suerte los humanos somos una especie muy resiliente. Es una especie que convivió con otras especies que se han extinguido. No soy tan optimista respecto de que va a traer cambios en política o en ecología. Creo más bien que en algunos años esto será bastante olvidado, y probablemente en cien años haya otra pandemia y se recuerde la de 2020”, destaca. Y remata: “Primero hay que cuidar el cuerpo, porque si el cuerpo se deteriora y muere, no hay mente, no hay salud mental que preservar”.
“No le tengo tanto miedo al contagio de coronavirus pero me preocupa mucho cómo va a quedar nuestra salud mental. Qué daño nos va a hacer todo esto, si vamos a tener miedo, no sentirnos capaces de algo. Porque no es que estamos haciendo home office: estamos tratando de trabajar y de vivir en una de las pandemias más graves de los últimos 200 años. Trato de decirme mucho, y de decirnos con mi familia y con mis amigas, que en este escenario estamos haciendo lo que podemos”.