En un nuevo aniversario del denominado Proceso de Reorganización Nacional, el llamado es a no olvidar, porque la memoria resiste al tiempo.
Encontrar algo de originalidad en esta fecha es algo difícil, pero sobre todo innecesario. Aquí no se trata de venir a decir algo nuevo y extraordinario, pues cuando hablamos del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, de esa dictadura y del terrorismo de Estado que rigió en Argentina hasta el mes de octubre de 1983, siempre hablamos de memoria, verdad y justicia.
Pues aun 45 años después del espanto, todos y todas tenemos una obligación ética y es no olvidar. Esa es también una manera de no resignarse y contribuir a la verdad y la justicia.
No es entonces nada novedoso decir que el terrorismo de Estado sacudió nuestra humanidad, que nos marcó para siempre a quienes padecieron el horror en carne propia y a las generaciones que siguieron.
Sin embargo, cada persona es única, su vida y sus experiencias son irrepetibles, pero un pueblo no es el conjunto de muchas vidas sueltas yendo de aquí para allá, transitando y llenando el tiempo con fragmentos de existencia. Un pueblo tiene un destino común y ese destino se construye a través de la memoria colectiva.
Nuestra memoria sufre cada 24 de marzo, nos interpela, nos desafía y aunque cada uno de nosotros cambie con los años y cada vez haya más jóvenes y nuevos argentinos y argentinas que ven lejos aquel 24 de marzo de 1976, siempre es la memoria lo único que resiste al tiempo y mantiene como el primer día ese desafío de no olvidar a quienes dejaron sus cuerpos y vidas en manos de la crueldad de la dictadura.
La democracia argentina que hoy disfrutamos todos se levanta sobre el dolor, pero también sobre la lucha, la dignidad y la vida de miles de argentinos y argentinas que se opusieron a la bestialidad y deshumanización del terrorismo de Estado.
Y por supuesto sobre la admiración al coraje y la entereza moral de esas madres y abuelas que no se rindieron jamás y que 45 años después no se permiten bajar los brazos. Nuestra democracia también se erige sobre ellas.
Su lucha impregnó la democracia de algo que vas allá de lo institucional y lo jurídico, le dio la épica y la fuerza necesaria para sostenerse, aun frente a momentos difíciles e incluso ante las intentonas de golpe que llegaron años más tarde.
En definitiva, olvidar significa el mayor empobrecimiento que pueda sufrir la democracia, los pueblos sin memoria se convierten en una simple suma de individualidades que se lanzan sus deseos unos contra otros. Como los cimientos de una casa, la memoria sostiene a los pueblos con dignidad.
Guido Risso