Si los argentinos hemos degradado a nuestro país con décadas de populismo distributivo, tenemos que enfrentar sus consecuencias, pagar el costo político y cambiar el rumbo
La realidad está allí, delante. La vemos en las familias, en los barrios, en las calles. Alcanza al 52.9% de la población y al 66% de los menores de 14 años. Hasta con empleos formales hay pobres. Los que menos tienen logran alguna cobertura con la AUH, la AUE, la Tarjeta Alimentar y apoyos de la Anses. Para la clase media, baluarte de la Argentina progresista, no hay planes ni red de seguridad alguna. El proyecto kirchnerista de destruirla, con sus valores de mérito y esfuerzo, ha tenido éxito temporal, aunque reverdecerán si la Argentina despega, abierta al mundo.
Pocos apuntan a la raíz de este pecado imperdonable para una nación dotada de recursos naturales y de una base educativa degradada, pero aún vigente. Como si fuera un fenómeno inesperado, ahora se pone la lupa sobre las aristas más desoladoras de esa realidad, sin un auténtico “mea culpa” por un pasado culpable, a costa de un futuro que ya llegó. La visión asistencialista y pobrista nos hundió en la crisis actual y solo se saldrá si, además de lograrse el equilibrio fiscal, hay un cambio de mentalidad pensando en los que vendrán.
Esos coeficientes son el espejo donde preferimos no vernos, esperando que Vaca Muerta, la soja o el litio solucionen lo que nadie pudo, quiso o supo arreglar desde el comienzo de la democracia. En 1983, Raúl Alfonsín afirmó que, con democracia “se educa, se cura y se come”, olvidando que “a Dios rogando y con el mazo dando”, pues solo con reformas estructurales aquel apotegma puede cumplirse. Comenzó con un Plan Alimentario Nacional (PAN) para una pobreza del 25%, siguió con un Plan Austral fallido por falta de reformas y terminó con una hiperinflación que duplicó la cantidad de pobres (47%), y abrevió su gobierno. Durante la gestión de Carlos Menem se redujo al 22%, pero cuando la convertibilidad crujió (Fernando de la Rúa) subió al 44% y, al asumir Néstor Kirchner, había alcanzado el 62% por abandono del “uno a uno”. Con precios “chinos”, licuación de jubilaciones e impago de la deuda, la economía se recuperó (2003-08) y la pobreza se redujo a la mitad. Pero en 2008 con Cristina Kirchner se volvió al déficit, el Indec manipuló los datos y dejó de publicar el índice en 2013.
Son tantos años de planes, programas y subsidios para atraer votos por el camino más fácil, que aún se cree que un poquito de emisión “reparadora” podría mejorar la situación de los excluidos, los jubilados o los universitarios. Se olvida la experiencia histórica y, como un acto reflejo, se pretende que los ajustes se adapten a las encuestas. Lo mismo ocurrió a Gómez Morales (1952), a Alsogaray (1962), a Krieger Vasena (1969), a Gelbard (1974), a Martínez de Hoz (1981), a Alemann (1982), a Sourrouille (1986), a Rapanelli (1989) y a Cavallo (1996) además de a quienes manejaron difíciles transiciones (Dagnino Pastore, Moyano Llerena, Cafiero, Sigaut, Pugliese, López Murphy y otros). Todos expuestos a presiones para atenuar el impacto de ajustes sobre la opinión pública. A todos les exigieron estabilidad y reactivación en marcos de incertidumbre. Las encuestas ganaron, ellos fracasaron y el país también.
No se termina de aprender, ni por el camino más doloroso, que la pobreza (medida por ingresos) siempre aumenta con devaluaciones, causadas por la inflación y el déficit fiscal. La solución no es más de lo mismo, por la razón que fuera, sino exactamente lo inverso: dejar de emitir para no devaluar y que sea una promesa creíble, para que el público demande pesos. En cuanto a la pobreza estructural, solo podrá erradicarse con inversión y no ocurrirá si el déficit no se elimina de cuajo. Solo cuando la consigna “no hay plata” esté grabada a fuego para garantizar su continuidad en el futuro, habrá confianza de los inversores, con cepo o sin él. Para ello, es fundamental despejar las tensiones fiscales creadas por quienes pretenden mantener regímenes insostenibles o recuperar ingresos merecidos que no pueden financiarse.
Sin embargo, hasta políticos razonables y dirigentes sensatos parecen no comprender la relevancia de esa regla de oro para que ingresen capitales sin temor a nuevas devaluaciones y nuevos cepos. Para hablar de la pobreza invocan encuestas como si la Argentina naciera de un repollo, sin ver el tsunami que tenemos enfrente, igual que en 1952, 1962, 1969, 1975, 1981, 1982 ,1986, 1989, 1990, 2001 y 2018.
Sostienen que con estabilidad fiscal “no alcanza” para bajar la miseria y no continúan su frase para evitar ser explícitos, insinuando que se requeriría alguna acción estatal adicional aún sin recursos genuinos para atenderla, como siempre. Hoy como ayer, no se trata de números ni de que el costo fiscal de un desvío sea grande o chico, sino que se precisa una señal de firmeza indubitable para cortar la manía argentina de corregir desastres con “emparches”. Se debe detener el tsunami que se preanuncia con un riesgo país paralizante y una inercia inflacionaria impulsada por la desconfianza.
Hace medio siglo Paul Samuelson, keynesiano y premio Nobel de Economía, atribuyó la decadencia argentina a privilegiar un “populismo distributivo” en lugar de priorizar el crecimiento. “Si durante la revolución industrial en Inglaterra los gobernantes hubieran tratado de rectificar en una generación las incuestionables inequidades de la vida, esa revolución no habría ocurrido” (Economía desde el corazón, 1987).
Es cierto que se necesita “algo más” que equilibrio fiscal para eliminar la pobreza, pero ese “algo más” no deben ser más gastos sin financiación, aunque tengan fines loables. Para eso está la discusión presupuestaria. Si los argentinos hemos degradado a nuestro país con décadas de populismo distributivo, tenemos que enfrentar sus consecuencias, pagar el costo político y cambiar el rumbo.
Lo que se necesita después del esperado rebote de la actividad, no está en manos del Gobierno, sino de la sociedad en su conjunto: políticos, jueces, empresarios, sindicalistas, profesionales y otros líderes de opinión, pues son las ideas y creencias colectivas que nos han llevado a esta catástrofe social. Se necesitan señales claras de que la Argentina ha recuperado la sensatez y que el equilibrio fiscal será duradero sin riesgo de nuevos desaguisados, hasta que se recupere el crédito voluntario. Solo así los capitales ingresarán para reactivar la economía, más allá del RIGI.
Es un signo negativo la ley de financiamiento universitario sin una auditoría ad-hoc de sus números y sin recursos genuinos para atenderla. Y lo agrava que dirigentes de fuste apoyen movilizaciones oportunistas junto con camioneros, el kirchnerismo y la izquierda marxista. Es grotesca la defensa de Aerolíneas deficitaria en nombre de la soberanía; atemoriza el poder de la CGT logrando preservar sus prebendas sindicales; inquieta la subsistencia del régimen de Tierra del Fuego no existiendo “derechos adquiridos” (artículo 32, ley 19.640); perturban los amparos de jueces que actúan como legisladores para impedir cambios y avergüenzan los feudos provinciales que condicionan, a través de sus senadores. leyes indispensables para la nación en su conjunto Y el listado podría continuar, llenando todas las páginas del diario.
Después de 80 años de inflación y devaluaciones, de haber quitado 13 ceros al peso, de dos hiperinflaciones sin guerra, de recurrir 24 veces al FMI e incurrir en nueve defaults, es indispensable que la clase dirigente comprenda que la Argentina no tiene credibilidad y que, al menor parpadeo, a la menor concesión que implique romper la consigna del déficit cero, se puede revertir al instante todo el esfuerzo realizado. Dadas las enormes presiones que existen para recuperar rebanadas del gasto público, no hay estabilidad garantizada hasta que esas expectativas se desinflen frente a la absoluta certeza de que “se acabó lo que se daba”. Solo entonces el círculo vicioso cambiará su giro en forma virtuosa como ocurrió al comienzo de la convertibilidad.
Mientras se crea que con encuestas o marchas se podrá obtener alguna excepción, por más justificada que fuera, la pobreza continuará, para vergüenza de todos. Si no se entiende esta dinámica de la conducta humana y magnificada en la Argentina por su secular práctica de preservar ahorros fuera del sistema financiero, no habrá solución duradera. Y, si la pobreza no puede reducirse por legítimo temor de los inversores ante logros manifiestos de grupos organizados, se confirmará –de la peor manera– que, sin confianza, con “estabilidad fiscal no alcanza”.